Barra de labios

Juego de creación de relatos en el que varios objetos han asimilado parte de la esencia de sus antiguos dueños en forma de pecados capitales y tratan de usar sus poderes para hacer el mal.
Director: Kazulju.
Jugadores: Eanair, Avhin,Soyfenix, Ivy, Adisabeba.
Jugadores Reserva: --
Plazas libres: Sí.
Periodicidad de los turnos: Semanal.
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Kazulju
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Barra de labios

Mensaje por Kazulju »

Caminaba con la cabeza agachada, triste, ya nada importaba para ella. Tenía frío, como siempre que volvía caminando de clase hasta su casa, el uniforme del prestigioso colegio católico no arropaba en absoluto. La falda era de cuadros, espantosa, la blusa era blanca, de una tela sintética que apenas abrigaba. Ni los gruesos calcetines de lana aliviaban el frío de los pies, por alguna razón en Invierno tampoco podían usar medias.

No todo había sido así, no siempre había odiado su uniforme, hubo un tiempo en que incluso llegó a gustarle ir con la falda por encima de las rodillas y el primer botón de la camisa suelto, insinuando el nacimiento de sus pechos. A él le gustaba. Había sido en un invierno como este en el que había experimentado la felicidad y posteriormente una angustiosa tristeza.

Había sido él quien la había seducido, un hombre diez años más mayor que ella, hacía una semana que celebraba su cumpleaños número dieciocho cuando aquel desconocido la abordó cuando salía del instituto. Del último curso del Instituto, estaba a punto de acceder a la Universidad, sus padres se iban a encargar de que entrara en la más prestigiosa del país.

Ni siquiera se había puesto guapa para la ocasión, regresaba caminando igual que lo hacía siempre, cuando el desconocido dijo sentirse atraído por ella. La muchacha pensó automáticamente en que aquel hombre quería aprovecharse de ella e incluso intentó darle el dinero que llevaba encima para que la dejase ir. Pero él empezó a reír, alegando que no le haría nada si ella se negaba, no estaba allí para hacerle daño.

El replanteamiento de los hechos despertó en la jovencita cierto morbo. Un supuesto ladrón, más adulto, tremendamente atractivo, que se le insinuaba con cierto descaro y sin ningún disimulo? añadido a que la muchacha provenía de una familia católica, de un colegio de monjas dónde pensar en otros chicos se consideraba pecado mortal incluso en pleno siglo veintiuno, como si fuesen inquisidores de la Edad Media aleccionando a las masas ingenuas e inocentes, contribuyó al desenlace de aquel encuentro con la ruptura de su inocencia. El dolor de la primera vez sucumbiendo al placer de unos labios y unas manos expertas, el calor de un cuerpo masculino apretado al suyo, clavado hasta lo más hondo de su ser, unos jadeos entrecortados, la fría humedad del sudor resbalando entre sus pieles y la ropa tirada entre los pupitres del aula en la que permanecieron escondidos durante dos horas. En la oscuridad se escondieron de quién pudiese vigilarles, se abrazaron, disfrutaron de la mutua compañía y prometieron verse al día siguiente en casa de él.

Habían quedado en el metro a la salida de clase, ella nunca había viajado en aquel primitivo medio de transporte porque sus padres se negaban a que caminara entre la clase baja, o a que exhibiera su cuerpo inocente a la jungla del subsuelo de la ciudad. Los animales salvajes abundaban en aquel lugar, no era bueno para que su hija creciera pura e intocada hasta el matrimonio. Por supuesto, nunca lo supieron.

Lo hicieron en el metro. Fuera, mientras esperaban, y dentro, mientras viajaban, y al parecer no eran los únicos en elegir el último vagón para mantener aquella lucha, pero lo disimularon mejor. Sus cuerpos volvieron a entrar en contacto, sus labios, sus manos, la piel caliente, el cuerpo en tensión continua y unos suaves gemidos los acompañaron hasta la última parada.

A esa vez le siguieron muchas y muy seguidas. La muchacha pasó el fin de semana en su casa, habiendo convencido a sus padres que se quedaría a dormir en casa de una amiga. Dos días fueron siete, siete días fueron quince y después de permanecer auto-secuestrada en casa de su amante durante veinte días, se decidió a volver con sus padres, habiéndose forzado a no regresar por temor a no verle jamás. Él le había prometido que su misión en la vida, ahora que estaba con ella, era hacerla feliz. Nunca escuchó un ?te quiero?, un ?te amo?, un ?moriría por ti? y sin embargo, para ella estaba más que claro. Se amaban, aunque no se lo dijesen con palabras.

O eso había creído.

Al regresar a casa, sus padres castigaron su osadía, la osadía de desaparecer veinte días sin una llamada o un aviso, sin aparecer por casa para decir dónde estaba, aunque su amiga y la madre de esta alegaban que estaba con ellas, con un encierro de veinte días en casa. Se desesperó al segundo día. Él no llamaba, ella tampoco, ya que no tenía teléfono, se lo habían quitado, la habían aislado. No dejaba de pensar en él, no podía pensar en otra cosa que no fuera él, él y sus labios, sus manos, sus besos, sus susurros y sus jades, y también en si él ya la había olvidado. Siete días después, consiguió un teléfono y llamó.

Aliviada, escuchó su voz, escuchó como vertía en su casto oído promesas de un nuevo encuentro, detalles de su cuerpo que él había descubierto y del placer que le daría si la tuviese delante. De los lugares que tocaría, que acariciaría, que apresaría con los labios, de los lugares en los que entraría para entregarle lo que los dos deseaban, de lo que llegarían a alcanzar cuando sus cuerpos se encontrasen nuevamente.

Fue de mal en peor. Ella empezó a recibir clases particulares, sus padres no querían dejarla salir de casa. Su amante se presentó en su casa diciendo que era el nuevo profesor y sus padres lo creyeron, tanto fue así, que acabaron por dejar a la niña al cargo de su amante sin que lo supieran. La muchacha estaba emocionada, podía verle y disfrutar con él mientras fingían estudiar, pero conforme fue pasando el tiempo, él se fue ausentando.

Ya no respondía a sus caricias. Ya no le sonreía al verla. Ya no parecía importarle ir dejando sus encuentros para cuando tuviesen más tiempo y poco a poco, él se fue alejando de ella. La muchacha lo dejó pasar la primera vez, la segunda estuvo a punto de hacerlo ceder, la tecera fue tal fracaso que no lo intentó otra vez. Y, lentamente, fue sucumbiendo a la tristeza.

Se convenció de que él ya no la quería, que había otra, que la evitaba, que quizás había otra mujer más en su vida, más adulta, más experta, con más pechos, más inteligente, más divertida, más hermosa. Una mujer mejor que ella. Y sin embargo, se negaba a aceptarlo. Ella quería ser su amante, quería amarle aunque él no lo hiciera, quería formar parte de su vida aunque él no lo supiera. Lo necesitaba. Le necesitaba. Su felicidad dependía de él.

Así, pensando en estas cosas, la muchacha caminaba de vuelta a casa. La habían dejado volver al colegio, a él ya no lo veía salvo cuando era la hora de comer y de vez en cuando lo veía en el restaurante que el colegio tenía enfrente. Ni siquiera miraba por la ventana para verla pasar.

¿Cuántas veces le había dicho lo mucho que le gustaban sus piernas? ¿Cuántas veces le había dicho lo mucho que le gustaba verla caminar desnuda por el pasillo de su casa? ¿Cuántas veces le había dicho que era la mujer más hermosa con la que había hecho el amor? ¿Cuándo decidió cambiar de opinión?

Sin quererlo, la muchacha le dio una patada a algo plateado que se deslizó hacia delante. Apartó la mirada de su hombre un momento, ya que él no miraba y observó lo que había golpeado. Un cilindro plateado. Curiosa, lo recogió del suelo y le dio vueltas entre las manos hasta que al girar una de las piezas, un cilindro de color rojo asomó en la punta.

Era una barra de labios.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, nunca había usado tal cosa. Automáticamente pensó que el hombre por el que se desvivía tenía otra mujer que sí usaba pintalabios, de color rojo, y le dejaba manchas en el cuello de la camisa como en esas telenovelas sudamericanas de la televisión, en las que el infiel era descubierto. Caminó unos metros más adelante y se puso a llorar, mirando el pintalabios. Ella quería ser esa amante, ella quería ser esa que le manchara la camisa de rojo carmín. Quería ser la otra, no le importaba ser una puta que se acostaba con un hombre mayor, ni le importaba lo que pudiese pensar él de ella. Ella quería con toda su alma pertenecer a su mundo, le resultaba imposible vivir una vida en la que él no tuviera cabida.

Guardó la barra de labios en el bolsillo, se secó los ojos y se limpió la nariz. Echó un último vistazo a su amante, con la esperanza de que este girase el rostro para mirarla. Pero no lo hizo. Con la cabeza agachada, la joven se puso en camino. De vuelta a casa. Experimentando la mayor amargura de su vida.
Caballero andante de la Vieja Guardia, romantico quijotesto que se mantiene en pie sostenido únicamente por la voluntad de no caer y la sangre y el barro seco en las juntas de la armadura, que le impiden doblar la rodilla.

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Kazulju
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Re: Barra de labios

Mensaje por Kazulju »

Iba a hacerlo sufrir. Iba a hacer que se arrepintiera de haberla dejado.

Esas cosas pensaba cuando entró al restaurante de enfrente a su escuela con su compañero, con quien supuestamente iba a estudiar. Todas las miradas se posaron en ella cuando entró. No era para menos,los motivos eran varios: su falda era apenas más ancha que un cinturón, y dejaba poco librado a la imaginación. El primer botón de su blusa lucía nuevamente desabrochado, como lo usaba antes de conocerlo a él, como lo tenía el día en que lo conoció a él. A pesar del frío se había puesto la blusa más fina que tenía, una que permitía que aún el más distraído notara que no llevaba puesto sostén, ya que el frío trabajaba en sus pezones de tal manera que parecía que fueran a desgarrar la tela. Además, la gravedad no es algo que preocupe a los 18 años. A pesar de todo esto, lo que más llamaba la atención de todos los presentes era su rostro. Muchos ya la conocían, aunque sea de haberla visto algunas veces por allí, y sin embargo la miraban como si fuera la primera vez que la veían. No había grandes cambios en su cara, sólo en su boca, que estaba pintada de un rojo intenso. MUY intenso.

Se sentaron en un lugar desde donde ella podía verlo a él, y desde donde él podía verla a ella. Se sentó, y por primera vez en mucho tiempo, vió sus ojos posados en ella. Algo se movió en su interior, así que apartó la mirada, y sacó los libros.

Le resultaba divertido ver los fallidos intentos de su compañero por ser disimulado al mirar sus pechos. Le gustaba eso. Le gustaba gustarle. Le gustaba gustarles a todos ellos, que no habían podido apartar los ojos de ella desde el momento en que entró al lugar. Y ahora sí podía mirarlo a él. Podía sostenerle la mirada sin temor, y disfrutaba el hecho de que él se diera cuenta de ello.

A pesar de no tener necesidad, se levantó para ir al baño, sólo para pasar cerca de él, junto a su mesa. Cuando la tuvo cerca, él se puso de pie para saludarla pero ella lo esquivó y siguió su camino, ignorándolo. Se sentía cada vez más poderosa, sabía que lo tenía a él y al resto a su merced. Una vez de regreso, se las rebuscó para tirar un lápiz debajo de la mesa. Cuando estuvo debajo de la mesa, sintió el temblor de la pierna de su amigo cuando la tocó, mientras seguía haciendo que buscaba el lápiz, por más que ya lo tenía en su mano.

Minutos más tarde, cuando señalaba una cosa en el libro de su amigo, se tiró hacia adelante, de manera que ella pudiera ver de frente a su amor, y que su compañero pudiera ver su escote. En ese momento sus miradas de cruzaron por última vez. Él no lo soportó más, y ella tampoco. Había algo en la mirada de él que a ella le recordaba la manera en que la miraba en aquellos momentos en que tan felices eran juntos, y ella sintió por un momento que el tiempo no había pasado. Pero todo eso ya era había sido demasiado para él. Tomó sus cosas para marcharse de allí, y ella vió algo que brillaba en su mejilla cuando atravesó la puerta. En ese momento algo se quebró en ella. De repente se dio cuenta de que no había estado viendo las cosas con claridad, que era como si sus ojos se estuvieran abriendo en ese momento. Miró a su alrededor, y miró a su amigo. Esas mismas miradas que antes tanto la halagaban y gratificaban, ahora la cohibían, la intimidaban. No podía entender por qué había hecho todo eso, qué quería ganar dañando así al hombre al cual amaba, ni por qué se había sentido tan poderosa al ver que era el foco de atención tanto de hombres como de mujeres en ese lugar. Nerviosa, temblando, abrochó el botón de arriba de su blusa, se disculpó con su amigo (que no comprendía lo que ocurría), tomó sus cosas y también ella se fue. Pero no a seguirlo a él; salió a tomar aire, para luego ir a su casa. La que había estado en el restaurant no era ella. Iba caminando tapada de manera que nadie pudiera observar sus pechos, que minutos antes tan orgullosa lucía. Tironeaba de su pollera hacia abajo. Inclusó, por más que sabía que le quedaba muy bien, tomó su pañuelo de papel y se quitó la pintura de la boca. Se sentía agotada, como si hubiese estado luchando contra algo o contra alguien. Sólo que no sabía contra qué o quién, ni sabía tampoco quién había resultado vencedor. Quince minutos más tarde llegó a su casa. Se metió en su cama, lloró, y se durmió. Dormida, soñó que estaba nuevamente en el restaurante, y que todos la miraban. Ella se sentía orgullosa, como se había sentido esa tarde, y fue al baño para mirarse al espejo. En ese momento despertó, toda mojada por el sudor, temblando y llorando. Realmente no era ella lo que había visto en ese espejo, o quizás sí; en realidad era ella convertida en un monstruo.
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